14/04/2025
Hace unos meses publicamos un artículo que considero especialmente relevante para quienes trabajamos en hepatología y salud pública. El estudio, titulado “Rate of hepatitis C reinfection after successful direct-acting antivirals treatment among people who inject drugs in Spain: the LIVERate study” y publicado en BMC Public Health, aborda una cuestión que sigue generando debate: el riesgo de reinfección por el virus de la hepatitis C (VHC) en personas que usan drogas por vía parenteral tras recibir tratamiento con antivirales de acción directa (DAAs).
El contexto es bien conocido. La llegada de los DAAs ha revolucionado el tratamiento de la hepatitis C, permitiendo tasas de curación cercanas al 100%. Sin embargo, en algunos colectivos, como las personas que se inyectan drogas (PWID), la posibilidad de reinfección después de haber alcanzado una respuesta virológica sostenida (SVR) plantea dudas sobre la sostenibilidad de los logros alcanzados con estos tratamientos. ¿Tiene sentido invertir recursos en tratar a una población que podría reinfectarse? ¿O más bien deberíamos redoblar esfuerzos para garantizar que esa curación se mantenga en el tiempo?
Este estudio quiso arrojar luz precisamente sobre eso. Nos centramos en una población muy concreta: PWID que estaban recibiendo tratamiento con agonistas opiáceos (OAT) y que habían logrado SVR tras ser tratados con DAAs. A lo largo de un seguimiento prospectivo y multicéntrico en 19 hospitales del sistema público español, observamos durante algo más de tres años qué ocurría con estos pacientes.
Lo que encontramos fue, en cierto modo, tranquilizador. La tasa de reinfección global fue baja, de apenas 1,15 casos por cada 100 persona-año. En otras palabras, la mayoría de los pacientes no volvió a infectarse. Esto refuerza una idea que muchas veces cuesta hacer calar: tratar a PWID sí vale la pena, sobre todo cuando hay un acompañamiento estructurado y acceso a programas como el OAT.
Ahora bien, al mirar más de cerca, también vimos lo que podríamos llamar una “cara B” del estudio. En los subgrupos más vulnerables, como aquellos que seguían usando drogas activamente, la tasa de reinfección se disparaba hasta cifras preocupantes —más de 35 reinfecciones por cada 100 persona-año. La inestabilidad habitacional también se mostró como un factor de riesgo claro. En cambio, elementos como la coinfección por VIH o la presencia de trastornos psiquiátricos no parecieron tener un impacto significativo en este estudio, aunque debemos interpretar esto con cautela, dado el tamaño muestral.
Uno de los puntos más débiles del trabajo —y lo decimos con honestidad— fue la adherencia al seguimiento. Solo un 44% de los participantes completó las cuatro visitas de control previstas, y un 36% se perdió antes de los tres años. Esto, inevitablemente, limita la solidez de algunas conclusiones. Además, el diseño observacional y la falta de modelado multivariable nos impiden afirmar con total seguridad cuáles son los factores de riesgo independientes. Es, en definitiva, una fotografía bastante fiel pero incompleta.
El estudio tampoco escapa a algunas ausencias notables: no se incluyó una perspectiva de género en profundidad, a pesar de que casi todos los participantes eran hombres; no se analizaron factores estructurales como el acceso a servicios de salud o redes de apoyo comunitario; y tampoco se abordó cómo podrían incorporarse estos organigramas de seguimiento a las políticas públicas de forma más efectiva.
Dicho esto, hay algo que sí podemos afirmar con rotundidad: los programas de OAT no solo mejoran la adherencia y las tasas de curación, sino que, en entornos clínicos adecuados, mantienen el riesgo de reinfección en niveles muy bajos. Este es un argumento poderoso a favor de la microeliminación del VHC en poblaciones vulnerables. Pero también nos recuerda que la reinfección no es solo un problema clínico: es, ante todo, un fenómeno social. Allí donde hay exclusión, precariedad y uso activo de sustancias, la infección encuentra terreno fértil para volver.
Por eso, si de verdad queremos avanzar hacia la eliminación de la hepatitis C, no basta con recetar pastillas. Necesitamos acompañar, sostener y reforzar los contextos que hacen posible que la curación sea también una oportunidad para la salud a largo plazo.